Cierto día de julio de algún año del siglo 21, en cierta provincia argentina, un periodista de un medio importante de difusión, fue por la calle agredido a golpes de puño por un individuo que, tras realizar la agresión, se fue sin ser detenido ni identificado; el periodista sufrió heridas menores; todos sus colegas (incluso aquellos de medios rivales) repudiaron a tal episodio considerándolo totalmente injustificable y elaboraron y expusieron públicamente, análisis sociológicos de por qué tales hechos de violencia se dan en la sociedad e impartieron además, sus consabidas lecciones de moral; días después, otro periodista fue por la calle agredido a golpes y sus colegas volvieron a hacer las mismas exposiciones que en el caso anterior habían hecho; días después, lo mismo ocurrió con la diferencia de que esta vez, tanto la persona agresora como la agredida, eran mujeres; al siguiente, otro caso igual tuvo lugar; al siguiente, otro, y al siguiente, varios; en este último día mencionado, a diferencia de lo ocurrido en los casos anteriores, las lesiones que los agresores le provocaron a los periodistas, no fueron menores, sino graves, y en uno de ellos llegaron a ser fatales, por lo cual se empezó a hipotetizar desde los medios de difusión y las autoridades, que habría un grupo comando organizado con el fin específico de agredir a periodistas, pero si bien mucho hicieron por lograr la identificación y detención de los agresores, durante meses, ninguna pudo realizarse, mientras tanto, las agresiones a los periodistas proseguían y se empezaban a replicar en otras provincias.
Todo esto derivó en que los periodistas convocaran a marchas en todo el país en reclamo de “justicia”, pero ocurrió que en las mismas, dichos “trabajadores” mediáticos fueron repudiados verbal y masivamente por la gente que a ellas asistió, ya que, para su sorpresa, muchas personas consideraban justas a las agresiones que contra ellos se habían realizado.
Un día se acercó a la redacción de un diario, un hombre que dejó una carta manuscrita al director del mismo que decía lo siguiente:
Los lavadores de cerebros en cuestión, que son partes constituyentes e imprescindibles de un sistema de dominación de unos pocos sobre las masas, deben ser combatidos por el pueblo.
Soy perfectamente consciente de que la palabra “pueblo” es usada abusivamente por las personas cobardes para intentar hacer pasar a la propia voluntad por voluntad general, pero el hecho de que el repudio a los periodistas esté teniendo lugar cada vez a mayor escala en personas apartidarias y sin ningún tipo de organización, da cuenta de que mis palabras de rechazo no sólo a los periodistas, sino también, al oficio mismo de periodista, son verdaderamente expresiones del sentimiento hacia ustedes que el pueblo tiene.
Toda esta situación, tanto la de las agresiones contra periodistas como lo de las detenciones de sus agresores y sus posteriores desapariciones misteriosas, se extendió por varios meses hasta que un día, el director del diario que había recibido la carta ya expuesta que a la policía le entregó (de la cual había guardado una copia), volvió a leerla y notó algo extraño en ella: la firma y dirección de su autor, habían desaparecido; consultó entonces el ejemplar de su propio diario en que dicha carta había sido publicada y advirtió que lo mismo había pasado: no figuraban el nombre del autor ni su dirección; en los días posteriores el director leyó y releyó la carta en cuestión y pudo notar que, poco a poco, algunas letras iban apareciendo en el lugar donde antes estaban el nombre y dirección del autor; primero vio una letra, al otro día, otra. Después, otra, y así hasta que finalmente, su propio nombre y dirección aparecieron en ella; totalmente asombrado y aterrorizado, le preguntó en su redacción a varios periodistas (que habían sufrido agresiones meses atrás) si ellos veían lo mismo que él, pero fue que ellos no veían en el diario impreso ni en las ediciones web, el nombre ni la dirección del director, sino que los nombres y direcciones que cada uno de ellos veía, eran los propios; todos se quedaron ante esto sin saber qué hacer ni qué decir.
Completamente sorprendido, el director del diario se fue esa noche de la redacción y subió a un taxi con el objetivo de irse a su casa; el mismo era manejado por una mujer que empezó cortésmente una conversación; en cierto momento la taxista le preguntó: “¿Usted a qué se dedica?”, y tras él decirle cuál era su profesión, la mujer cambió totalmente su expresión que, de amable pasó a ser furiosa, entonces empezó a decirle cosas de tipo: “Ustedes, los periodistas, viven dando lecciones de moral y son todos unos inmorales”; “Ustedes, los periodistas, viven exaltando en su propio público los peores sentimientos y después la van de pacíficos y conciliadores”; “Ustedes, los periodistas, no sólo tiran piedras y esconden la mano, sino que hasta inician incendios y esconden los baldes de nafta”; “Ustedes, los periodistas, se hacen los “independientes”, los “objetivos” y los “apartidarios”, y son en realidad, operadores políticos y de los servicios de inteligencia”; “Ustedes, los periodistas, son voceros de las corporaciones económicas más repudiables“; “Ustedes, los periodistas, ¡son una raza abominable!”; “Ustedes, los periodistas, ¡son todos una mierda y se merecen lo peor!”, y mientras decía todas estas cosas, la taxista aumentaba progresivamente la velocidad al punto que en pocos segundos, el auto transitaba a más de 100 kilómetros por hora, por lo que el periodista director del diario, completamente aterrado, empezó a admitir y suplicar:
-¡Sí! ¡Tenés razón! ¡Los periodistas somos todos una mierda! Nos pagan y defendemos a las peores cosas. No tenemos ética. No tenemos valores. No tenemos integridad humana. ¡Pero por favor, bajá la velocidad porque nos vamos a matar!
Pero la mujer siguió acelerando hasta que finalmente estrelló el auto contra una pared; al rato una ambulancia llegó y dos enfermeros (un hombre y una mujer) constataron inmediatamente que a esa altura nada podían hacer por la taxista ni por su pasajero, ya que el impacto les había inmediatamente dado muerte, por lo que resignadamente, tras alejarse unos metros de la escena, a través de un teléfono celular, el enfermero informó al hospital sobre la situación y segundos después, la enfermera que estaba junto al vehículo destrozado, le dijo a su compañero:
-¡Vení rápido!
El enfermero se acercó y le preguntó:
-¿Qué pasa!
Y señalando a la taxista, dijo:
-Mirá.
El cuerpo de la conductora muerta empezó a perder consistencia al punto que, tras unos segundos, se volvió translúcido y poco después, se esfumó como si hubiera sido de niebla.
Ambos enfermeros se miraron extrañados no comprendiendo qué había pasado y debieron decir que lo informado en un primer momento sobre dos víctimas fatales en el siniestro, había sido un error, ya que en el auto había solamente un cuerpo.
Lo que ocurrió en este caso y en los de las desapariciones de los otros agresores detenidos, fue que ninguno de ellos tenía una existencia independiente de las percepciones de los periodistas, ya que dichos agresores fueron proyecciones psíquicas materializadas inconscientemente por ellos mismos; es decir, los periodistas, con su propia negatividad y conciencias sucias, sin saberlo le habían dado vida a sus propios castigadores; estos últimos los habían juzgado con la misma severidad con que ellos habían continuamente juzgado a los demás y los habían castigado en consecuencia.
¿Quién podría decir que en estos hechos no se manifestó claramente la justicia?... … (solamente un periodista).