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sábado, 4 de diciembre de 2021

Los ‘20 y los ’70 (tercer -y último, creo- capítulo) (cuento) - Martín Rabezzana

 
   De los catorce anarquistas presos que de la Penitenciaría Nacional escaparon esa noche de 1923, ellos eran tres.
   Tras cambiarse de ropa y proveerse de billetes dejados en un auto estacionado por uno de sus contactos libertarios fuera de la prisión, caminaron rumbo a una pensión en la cual se alojarían; al llegar a la misma, la casera los recibió con un tono muy poco cordial y les informó que debían pagar por adelantado, y así lo hicieron; le pagaron varios días por adelantado, lo cual resultó en que la mujer cambiara su expresión severa por una totalmente amable; inmediatamente después del pago les dijo que la cena se serviría en breve, entonces los ex reclusos, tras lavarse las manos, se sentaron a una de las varias mesas que componían el comedor de los pensionistas; en el mismo estaban casi todos los que en ese lugar se alojaban (unas 20 personas); los tres estaban muy alegres y distendidos y disfrutaron de la sencilla comida como si fuera la mejor del mundo, y ocurrió que, cuando estaban por terminar de comer, un policía entró al comedor, lo cual llevó a los tres nuevos pensionistas a sentirse aterrorizados y a prepararse mentalmente para salir corriendo cuando la casera, tras el policía a ella informarle que varios presos se habían esa noche, fugado (que era lo que pensaban que inevitablemente ocurriría), le dijera que tenía a tres nuevos pensionistas, ya que eso sin ninguna duda resultaría en que quisiera verlos y pedirles que se identificaran, pero fue que el policía le dijo a la casera:
   -Parece que llegué tarde para la cena.
   -Sí; pero igual le tengo preparado algo para que se lleve.
   Y le alcanzó un recipiente con locro caliente.
   -¡Muchas gracias, señora! –dijo el policía y se fue.
   Cuando los tres ex reclusos advirtieron que el agente policial no estaba ahí para buscarlos a ellos, respiraron aliviados; al rato salieron al patio y mientras fumaban cigarrillos, comentaron lo recién ocurrido:
   -Ese policía vive acá, y evidentemente no sabe nada de la fuga porque es obvio que recién ahora empieza su horario laboral, pero en cualquier momento se lo van a informar, así que… nos tenemos que ir.
   Uno de sus compañeros dijo:
   -Pero si nos vamos ahora, va a quedar claro que somos los presos fugados, por eso yo creo que tenemos que quedarnos y disimular.
   Y el tercero dijo:
   -¡No no no!… yo creo que tenemos que… bah… en realidad no tengo ni idea de qué tenemos que hacer.
   Y así, entre ideas propuestas por los tres, aceptadas parcialmente por los tres y finalmente: rechazadas por los tres, pasaron varios minutos que estuvieron atiborrados de dudas y frustraciones, por lo cual, lo único que les quedó claro, era que tenían que salir a despejarse un poco, y así lo hicieron.
   Caminaron por las calles durante más de una hora mientras en silencio cada uno de ellos trataba de dilucidar qué era lo que debían hacer, y cuando en determinado momento un policía se dirigió a ellos desde atrás diciéndoles: -Caballeros –ninguno se dio vuelta, por lo que el policía insistió: -¡Caballeros! Deténganse por favor que quiero decirles unas palabras.
   Entonces los tres cruzaron la calle haciéndose los que nada habían oído, y si bien en otra oportunidad le habría resultado obvio al policía que los individuos lo ignoraban a propósito, en este caso no, porque esa noche estaba cubierta por una fina neblina que se había ido engrosando al punto que en ese momento ya era pesada niebla que poca visibilidad a gran distancia, permitía.
   Mientras los tres ex reclusos cruzaban lentamente la calle en diagonal, y el policía hacía lo propio, los cuatro pudieron escuchar a un auto acercarse a toda velocidad, por lo que los tres anarquistas debieron correr hasta llegar a la vereda para evitar ser atropellados y el policía, debió retroceder, ya que ese auto verde no parecía que fuera a detenerse ante nadie; tanto los anarquistas como el agente miraron con asombro a ese auto extraño doblar la esquina y escucharon, segundos después, un choque; entonces el policía corrió hacia el lugar del mismo y los tres anarquistas, también (pero manteniéndose a una distancia prudencial del agente policial), y cuando el uniformado estuvo cerca de la escena, pudo ver a varios individuos armados bajarse del auto marca Ford, modelo: Falcon y disparar cualquier cantidad de veces contra un patrullero, por lo cual se refugió tras un árbol y sacó su arma, y cuando los disparos concluyeron y el auto de los agresores se hubo ido, sigilosamente se acercó al vehículo policial y constató que los dos policías que había en su interior (que eran conocidos suyos), estaban muertos; a todo esto los tres anarquistas se habían mantenido en la esquina mirando desde lejos la escena, y en determinado momento uno de ellos vio a un hombre esposado correr desesperadamente por la vereda de enfrente en la que ellos estaban, por lo que, creyendo reconocer quién era esa persona, mientras la señalaba, dijo:
   -¡Miren! ¿No es Enrique?
   -No, no es –respondió uno; el otro dijo:
   -¡Sí, es!... bueno… me parece.
   Y el que lo había negado, esta vez dijo:
   -Puede ser que fuera él, pero no estoy seguro.
   Si bien su calidad de prófugos (y también la de anarquistas) los hacía rehuirles a los agentes policiales, la curiosidad que suscitó el hecho, pudo más, por lo cual, se acercaron al patrullero frente al que el policía estaba, y pudieron reconocer en él, a la misma persona que habían visto en la pensión; entonces se dieron cuenta de que por haberlos reconocido de ahí, los había llamado por la calle, y no por otro motivo; la conciencia de eso les posibilitó acercársele ya sin demasiado temor; uno de ellos le dijo:
   -¿Quiénes hicieron esto?
   El policía respondió:
   -No lo sé, pero sé que lo van a pagar, y que… -entonces se calló ante el ruido de un avión que pasó que lo llevó a mirar hacia arriba; después miró a los costados y notó que todo a su alrededor era distinto: las casas y los edificios eran diferentes y más altos, así como también eran muy diferentes, los autos que transitaban.
   Uno de los anarquistas, señalando al terreno baldío que a uno de sus lados estaba, dijo:
   -¿No tendría que estar la cárcel, ahí?
   Entonces todos advirtieron con enorme asombro que así debía ser y no era.
   Finalmente el policía dijo lo que todos pensaban y ninguno se animaba a decir:
   -No estamos en nuestro mundo.
   Y no se había equivocado, ya que si bien se encontraban en el mismo planeta en el que habían nacido, cada periodo temporal transcurrido en un determinado espacio, constituye un mundo.
   Los cuatro caminaron durante varias cuadras intercambiando muy pocas palabras; la sorpresa que todos tenían les había conferido un estado de ánimo que alternaba entre el miedo, el asombro, la incredulidad y la incertidumbre.
   Como a la media hora vieron aparecer por entre la niebla al Falcon verde que el policía había visto un rato antes del cual se habían bajado quienes mataron a sus compañeros; cuando vieron por primera vez a dicho vehículo, el mismo se estaba dirigiendo a participar de un operativo de desaparición de personas, pero al llegar al lugar, se les informó que en las inmediaciones habían asesinado a dos de sus colegas y quienes lo habían hecho, se habían ido en el auto en que viajaban, por lo que se les ordenó patrullar la zona con el objetivo de encontrarlos, pero con quien se encontraron fue con uno de los compañeros de los policías por ellos asesinado, que, al ver al auto acercarse, con ira no disimulada, dijo:
   -Les llegó la hora, hijos de puta.
   Y se puso en medio de la calle en posición de tiro; cuando el auto estuvo muy cerca de su persona, disparó varias veces contra el mismo, lo cual resultó en que su conductor fuera herido de muerte y perdiera el control del vehículo que chocó contra un árbol dejando el choque también heridos de muerte, a dos de sus tres restantes ocupantes.
   El policía se acercó hasta el auto con su arma, listo para disparar, y tras mirar hacia su interior y creer que todos sus ocupantes estaban muertos (o heridos de muerte), dio media vuelta y no advirtió así que el que estaba situado en el asiento directamente posterior al del conductor (que había quedado con el rostro desangrante por el choque pero no estaba malherido), agarraba el arma del compañero de represión muerto que tenía al lado y la dirigía contra él con la intención de matarlo. Al ver esto, uno de los anarquistas se acercó rápidamente a la ventanilla abierta de la parte delantera derecha del auto, agarró el arma que el represor ahí sentado tenía en la cintura, y disparó contra el pasajero del asiento trasero que (y esto a ninguno de los anarquistas ni al policía, sorprendió) estaba vestido con ropas eclesiásticas, ya que era uno de los tantos capellanes que habitualmente participaban de los secuestros de personas realizados masivamente por patotas como esa organizadas desde el estado cuya intención era la de eliminar a toda posible oposición a la imposición de medidas económicas liberales, que, como tales, son únicamente favorables al gran empresariado transnacional, que era el que había diseñado y financiado el plan de represión extrema que las Fuerzas Armadas, la policía y la curia, estaban ejecutando.
   El policía, al advertir que uno de los anarquistas le había salvado la vida, con un gesto de alivio, se lo agradeció.
   Los demás anarquistas se acercaron al auto y agarraron las armas que los represores tenían, y cuando instantes después escucharon sirenas, casi corriendo se fueron del lugar.
   Mientras caminaban por las calles de la ciudad, vieron a los lejos a varios vehículos del ejército que los hizo tomar conciencia de que lo terrible que estaba ocurriendo, si bien no era entendido por ellos en sus causas, se estaba dando a gran escala; también tomaron por eso conciencia de que, sin ninguna duda, lo que habían hecho con los ocupantes del auto verde, había sido un mal necesario y justificado.
   Tras caminar durante aproximadamente una hora, un patrullero advirtió su presencia y empezó a perseguirlos, por lo cual, los cuatro hombres empezaron a correr y a detenerse brevemente sólo para dispararle, y mientras corrieron, advirtieron que el vehículo policial empezó a desvanecerse en paralelo con el cambio de todo a su alrededor, que, tras ellos correr varias cuadras, volvió a ser como la ciudad de la que, sin haberlo buscado, habían salido.
   Una vez de vuelta en “La Tierra del Fuego porteña”, los anarquistas se dirigieron a la pensión y el policía, al sector que le habían asignado vigilar, al cual se acercó un superior para informarle que se habían fugado varios presos de la Penitenciaría Nacional, por lo que debía estar atento.
   La mañana siguiente encontró a los tres anarquistas prófugos sentados a la mesa con la intención de tomar el desayuno, entonces entraron a la pensión varios policías y le hicieron a los pensionistas y a la casera, preguntas sobre la fuga que había ocurrido en la prisión, y cuando uno de los agentes policiales estuvo por acercarse a los tres para interrogarlos y pedirles que se identificaran, apareció de pronto el policía ahí alojado que había viajado en el tiempo con ellos, que a su vez era conocido por los policías que acababan de entrar a la pensión, y le dijo:
   -Ni te molestes en preguntarle nada a estos tres; son unos extranjeros que se alojan acá desde hace unos meses y hablan un idioma que ni sé cuál es; no hablan una palabra de castellano, pero son simpáticos; a mí me caen bien.
   Entonces el policía, con una sonrisa que daba cuenta de que entre su colega y él, había confianza, lo saludó y se fue sin interrogar a ninguno de los tres ex reclusos que respiraron aliviados.
   Los anarquistas permanecieron en esa pensión durante una semana; después se fueron rumbo a otra provincia.
   Nunca hablaron con el policía sobre lo ocurrido esa extraña noche ni sobre la fuga de la prisión; sobre esto último no hacía falta que el agente les preguntara nada, ya que todo estaba más que claro.