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miércoles, 19 de octubre de 2022

Impunidad sagrada (cuento) - Martín Rabezzana

 

-Palabras: 983-

   Cuando era chico, allá por principios de los ‘90, en circunstancias en que con unos amigos estaba jugando al fútbol en la calle, un vecino salió de su vivienda y nos recriminó haberle golpeado la pared con la pelota. El tipo estaba muy enojado, por eso, sin siquiera responderle, nos alejamos caminando del lugar, pero como nos empezó a seguir, empezamos a correr; de un momento a otro se escuchó una detonación y seguidamente caí en la vereda de lo que era el cine “Moderno” de Quilmes; una bala disparada por el vecino molesto, de quien posteriormente otros vecinos dijeron que era militar, me había rozado la cabeza; desde el cine un empleado llamó a una ambulancia que me llevó al hospital en el cual permanecí apenas unas horas, ya que fui dado de alta ese mismo día porque la herida, afortunadamente, fue superficial.
   Por voluntad mayoritaria de los padres de todos los chicos que integrábamos el grupo perseguido y agredido por el vecino (uno de ellos era abogado), decidimos no identificar al autor del disparo ante los miembros de las autoridades que intervinieron en el caso porque, si bien el hecho fue grave, a nivel legal, por las heridas haber sido leves (y así son consideradas judicialmente cuando tardan menos de un mes en sanar), no sería considerado así, por lo cual, de nosotros acusarlo, el tipo a lo sumo sufriría una suspensión o despido de la fuerza a la que pertenecía y una demora de algunas horas en alguna comisaría, después de eso volvería a su casa y seguramente estaría más enojado de lo que había estado por el hecho menor constituido por algunos ruidos molestos producto de pelotazos contra una pared de su casa, y ese enojo sumado a su posesión de armas de fuego, sumado a su vez a su falta de escrúpulos para utilizarlas, nos hacía a todos presumir que habría represalias de su parte si nosotros lo denunciábamos; como yo no estaba muy convencido de dejar las cosas así, algunos días después del hecho le pregunté a mis padres si estaría bien que yo fuera contra lo decidido por los otros padres y revelara ante las autoridades la identidad de mi agresor, me respondieron que eso debía decidirlo yo mismo y me dijeron que ellos respaldarían cualquier decisión que yo tomara; como yo tenía apenas 10 años, no me era difícil desacatar la decisión de la mayoría, sino totalmente imposible, pero los años pasaron y me fui volviendo cada vez más desacatado, rebelde e inmanejable, tras un periodo de miedo y falta de confianza en mí mismo, producto justamente del hecho en cuestión sufrido, que revertí por completo cuando empecé a ponerme en forma con un entrenamiento boxístico que me apasionó al punto que empecé a considerar seriamente dedicarme profesionalmente al deporte de los puños (lo cual, por ciertos motivos, terminé no haciendo). La cuestión es que con una vida, por ese entonces, falta de rumbo, de perspectivas y esperanzas, que resultaba en que a diario, a toda hora y a cada segundo, deseara abandonar para siempre este mundo (lo cual a su vez resultaba en que ante una situación de peligro, fuera totalmente incapaz de sentir algo siquiera parecido al miedo), teniendo yo dieciocho años, una de esas noches de proyectos de salida echados a perder por la cancelación sorpresiva de varios integrantes del grupo con el que la salida estaba prevista, me encontré vagando por las calles con una botella de alcohol por toda compañía. Fue entonces que decidí desacatar a la voluntad mayoritaria de “dejar las cosas así”, que entre los chicos y nuestros padres, se había hecho efectiva, pero mi desacato nada tendría que ver con informarle algo del hecho en cuestión a las autoridades.

   Era un viernes tipo 11 de la noche; nada había en la atmósfera que hiciera presumir la ocurrencia inminente de un hecho fuera de lo ordinario; ni siquiera en mi sentir había algo extraño, por más que me supiera cerca de concretar algo que había fantaseado durante años con hacer.
   Con pasos no muy rápidos, me dirigí a la casa del vecino que, cuando tenía 10 años, me había disparado; todavía vivía ahí; golpeé a su puerta y tras algunos segundos, desde detrás de una ventana, él me preguntó quién era; le respondí que era el pibe al que casi mata varios años atrás; me pidió que me fuera. Yo le dije que pasaba para dejarle mi perdón (le mentí); el tipo dudó unos instantes, tras los cuales, abrió la puerta; seguramente estaba armado y no habría dudado en accionar su arma ante el menor levantamiento de la voz de mi parte, pero no tuvo tiempo de hacerlo porque en cuanto la puerta se hubo abierto, lo derribé con un golpe de puño que fue el primero de una cantidad incontable de golpes que impiadosamente le asesté.
   Una vez que hube consumado mi venganza, me fui a mi casa.
   Al día siguiente, al transitar los alrededores de la vivienda del militar, vi que varios patrulleros, a la misma se acercaban; muchos vecinos estaban en la calle y comentaban que al milico lo habían matado a golpes. También escuché que decían que vivía solo desde que su mujer se había ido por las palizas que él le infligía y que ellos escuchaban sin atreverse a denunciar, de ahí que nadie del barrio lamentara en absoluto lo que le habían hecho.
   Al enterarme de que había matado a ese hombre, no me sorprendí ni me asusté, simplemente me preparé para que en cualquier momento me fueran a detener, pero eso no pasó ese día ni el siguiente; de hecho, ya transcurrieron más de veinte años y todavía no pasó, de ahí que cuando se habla de la “impunidad” como algo necesariamente negativo, de ustedes querer encontrarme, les sugiero que me busquen entre aquellos que con tal consideración, disienten.