jueves, 30 de septiembre de 2021

Bueno sí. Boludo, no (cuento) - Martín Rabezzana


   Al adolescente lo habían estado verdugueando durante un largo rato, tres giles en cierta reunión nocturna; en un principio él, sabiéndose en inferioridad de condiciones frente a tres personas, nada dijo ni nada hizo, pero en cierto momento se les acercó por detrás y, a modo de respuesta a sus expresiones irrespetuosas, les vació en la cabeza el contenido de dos vasos de cerveza, tras lo cual, salió corriendo del lugar y los tres pibes empezaron a perseguirlo, pero como él estaba en forma, se encontraba en condiciones de correr rápido y sostenidamente, en cambio, los tres giles no, por eso a la cuadra y media de perseguirlo, no daban más, por lo que cuando el joven miró hacia atrás y vio que sólo uno de sus tres perseguidores sostenía aún la persecución, ya que los otros dos estaban acuclillados, exponiendo así, agotamiento, pegó la vuelta y se dirigió hacia su primer perseguidor al cual le dio un derechazo que lo derribó. Después fue corriendo hacia el segundo y también lo dejó fuera de combate con un solo golpe, y el tercero, que estaba más atrás y vio toda la escena, se le escapó, ya que, como pudo (es decir, casi arrastrándose) alcanzó a subirse a un colectivo y evitó así ser el tercer noqueado del joven que, si bien era tranquilo, mejor era no joderlo demasiado.

martes, 14 de septiembre de 2021

Espíritu libre. Espíritu encadenador (cuento) - Martín Rabezzana


   Siempre me preguntan si era buena o mala, como si una cosa fuera excluyente de la otra, y su caso demuestra que no lo es, ya que conmigo fue muy buena, y con otros… muy mala; y es que todos estamos llenos de tendencias polivalentes y contradictorias que coexisten en permanente conflicto; no hay nadie que a esto escape, de ahí que la coherencia, como cualidad pretendidamente constitutiva de algunas personas, sea solamente una abstracción; lo real, lo auténtico, lo verdadero, es la discordancia, la contradicción, la incoherencia… lo que pasa es que en algunas personas la incoherencia se nota más que en otras, y en quienes se nota menos, se debe en general a que saben disimularla mejor que los demás. No obstante, no significa esto que la incoherencia se dé en el mismo grado en todas las personas, por lo cual, aceptando que la incoherencia es inalienable de la condición humana, podemos concluir que hay gente más y menos incoherente, y a quien lo es menos, se lo suele elogiosamente llamar “coherente”, cuando en realidad, en base a mi experiencia puedo afirmar que las personas más cercanas a la coherencia son las más jodidas de todas; como prueba de esto les hago la siguiente pregunta retórica: ¿qué es la incapacidad de admitir un error, de pedir perdón y de perdonar, sino: coherencia?... En fin… la cuestión es que, con incoherencias muy marcadas de su parte en lo que hacía a su conducta, lo intransigente en ella por mí (y en mí por ella), fue siempre el amor; ese mismo amor que, tras varios años de estar separados, la llevó a volver una tarde de algún año de la década del '40, al bar de mala muerte al que yo siempre asistía, y muchas veces con ella, pero claro… cuando su estatus era muy distinto al que entonces era, ya que ella ascendió, escaló, o dicho de modo vulgar y elocuente: trepó, y llegó tan alto que, al volver al viejo bar, deslumbró a todos como si fuera una estrella que hubiera bajado y se hubiera mezclado con nosotros, mas no obstante el deslumbramiento y el deseo generalizado de admirarla y hablarle, la concurrencia del bar, muy respetuosamente entendió que ella estaba ahí para verme a mí, por lo cual no hizo falta que el par de tipos fornidos que la acompañaba, interviniera para abrirle paso y pudiera llegar hasta la mesa alejada y desolada a la que yo me sentaba, ya que tras efusivos saludos, todos espontáneamente la dejaron pasar y le concedieron la privacidad que necesitaba para hablar conmigo.
   Ella llevaba ropa muy fina, lo cual contrastaba totalmente con la vestimenta que en tiempos pasados usaba; también la seguridad en su andar, sus gestos y palabras, contrastaba con la fragilidad que otrora en todo eso evidenciara de modo casi continuo, sin embargo… algo en su mirada y en su voz, me hacía sentir que la cálida esencia constitutiva de su persona, seguía intacta y que no se encontraba muy lejos de esa superficie fría y artificiosa.
   Yo me mantuve en silencio y en mi lugar desde que la vi entrar y hasta que llegó a mi mesa; ni siquiera le respondí con palabras cuando, con enorme timidez, me pidió permiso para sentarse frente a mí; tan solo me limité a asentir con un gesto.
   Yo estaba todavía herido; no puedo decir que estuviera “malherido”, ya que las heridas más graves que ella me había dejado, ya habían (casi todas) cicatrizado, por eso mi instinto de conservación me hacía presumir un grave peligro ante su presencia, dado que ella tenía el poder de reabrirlas todas con un solo gesto, una sola palabra o un solo silencio, pero ninguna intención hiriente tenía hacia mí, de hecho, jamás la tuvo ni tampoco yo hacia ella; el daño en nosotros recíprocamente infligido, había sido sencillamente el que, de modo inevitable, se da tarde o temprano cuando se juega con fuego, y ambos habíamos jugado con fuego y nos habíamos quemado; habíamos jugado con el filo cortante de una pasión amorosa y nos habíamos cortado; habíamos caminado por el borde de un precipicio y nos habíamos caído; después nos separamos y cada uno aprendió a vivir lejos del otro, pero no por eso aprendimos a dejar de querernos, ya que hasta podría decirse que la lejanía nos enseñó a querernos aún más, y por supuesto… esto se dio muy a pesar de nuestra voluntad, ya que al ambos decidir transitar caminos distintos, habríamos deseado que el amor por el otro, en nosotros se apagara en pos de que la separación dejara de doler, pero eso nunca ocurrió.
   Ella me miró con los ojos llenos de dulzura y me dijo:
   -¿Necesitás algo?
   Yo le sonreí tristemente y solamente le dije:
   -No.
   Pero le mentí, porque yo necesitaba que se sublevara contra lo que ella sentía que era su destino y pudiéramos así, ser finalmente compatibles e indivisibles para siempre, pero no consideré siquiera sugerírselo porque cosa tal habría implicado pedirle que dejara de ser quien era, y a una ella que no fuera ella, yo no habría podido amarla con tanta intensidad.
   Yo era alguien que defendía a su “yo” del “yo” que las instituciones le querían imponer, y ella, por el contrario, quería ser (literalmente) las instituciones impositoras de un “yo” homogéneo, dócil y pasivo, y esas voluntades contrapuestas, una vez mezcladas, habían creado un sentir incendiario en ambos, que resultaba en que la unión material entre nosotros, estuviera destinada a durar poco tiempo.
   Ella dijo:
   -Alguien me dijo lo siguiente refiriéndose a dos personas: “Él era un espíritu libre y ella, un espíritu encadenador, que es siempre un espíritu previamente encadenado”;… no lo dijo de nosotros, pero sentí como si nos hubiera descrito perfectamente.
   Después me tomó de una mano y pude sentir entre nosotros una unión mayor que la que podría haber sentido si se hubiera tratado de una conjunción pija-concha, lo cual me resultaba desgarrador, al punto que, si bien por un lado la quería, por otro, la rechazaba; la parte que de mí rechazaba a dicha unión, me llevó a soltarme de su mano, pero por breves instantes, ya que tras los mismos, la parte que de mí la anhelaba, prevaleció, entonces acerqué mi silla a la de ella y sentado a su lado, la abracé, me abrazó y nos abrazamos; entonces le dije:
   -Volvió la encadenadora con sus cadenas –y susurrando, agregué: -pero ya no quiere estar encadenada ni encadenar a nadie; volvió para cerrar heridas, liberarnos y despedirse.
   Ella nada dijo por entender que todo estaba dicho y que sólo restaba apreciar al máximo ese momento que se extendería por algunos minutos, tras los cuales, se levantó y se fue de mi vida como se iría no mucho tiempo después, de la vida misma.

   La despedida terminó de sanar en nosotros las heridas que quedaban por cerrar que ambos nos habíamos infligido.

lunes, 13 de septiembre de 2021

Orgullo de rechazo a la telefonía moderna (cuento) - Martín Rabezzana

 

   El tipo, que jamás le había siquiera levantado la voz, ante la pregunta de la mina sobre por qué no tenía teléfono celular, había respondido:
   -Porque no me gustan.
   La respuesta no satisfizo a la preguntante, por lo cual, con el tema insistió, e insistió, e insistió y… se dio entonces lo que podríamos llamar: un atentado contra la propiedad tecnológica; tras el mismo ocurrir, le pidió que guardara silencio y escuchara atentamente lo que le diría.
   -Allá por el dos mil, en mi barrio habían unos conocidos que iban a cuanta manifestación hubiera y sacaban fotos de todo. Después las llevaban a revelar, tras lo cual recorrían los medios de prensa para preguntar si les interesaba comprarlas, y muchas veces así era; así empezaron una carrera en la fotografía no siendo profesionales; un día, uno de ellos me ofreció ser parte de su grupo; me dijo que sin importar quién sacara las fotos que los medios compraran, lo ganado se repartía equitativamente entre todos, que, conmigo, seríamos tan sólo cuatro personas, y me dijo que me prestaba una cámara y todo, pero yo no acepté porque no me tomé a dicha actividad en serio como laburo; asumí que podrían ganar buena plata pero hasta ahí; ni se me ocurrió preguntarle cuánto ganaban, y sabiendo que el riesgo en esa actividad era mucho (palazos de “cosacos”, o sea, de la policía montada, intoxicación con gases lacrimógenos, eventual atropello de multitudes cuando se inician las corridas, y más cosas), le agradecí su oferta pero la rechacé, pero cuando varios meses después vi que con lo que ganaba como fotógrafo ¡se pudo comprar un cero kilómetro!, le pregunté si seguía vigente la oferta de sumarme a su equipo, me dijo que sí, y al día siguiente fui con él y otros fotógrafos aficionados a una manifestación de trabajadores despedidos; no pasó nada y las fotos que sacamos no nos sirvieron porque lo que vende, es el kilombo en serio y el mismo no se había producido en dicho caso, por lo que ni siquiera nos molestamos en ir a los medios para intentar vendérselas; en las semanas siguientes, la cosa fue igual; yo estaba a punto de abandonar la “carrera” (si es que se me permite llamarla así), pero fue que finalmente hubo una manifestación (de la que prefiero no dar datos concretos) y se dio lo que tarde o temprano se da: represión policial con palazos, balazos de goma, pedradas a los uniformados, gases lacrimógenos, etc.; ese día saqué no sé cuántas fotos, y sumadas a las de mis compañeros, teníamos cientos, y por supuesto, muchas eran vendibles, por lo cual nos dirigimos a varios medios importantes y nos pagaron una buena suma; y así ocurrió muchas veces más, por lo que rápidamente empecé a vivir de la fotografía que se volvió para mí, además de un trabajo bien remunerado, una salida a una vida de aburrimiento, ya que lo presenciado en los kilombos mencionados, constituyen experiencias valiosísimas, por lo cual, el trabajo era una aventura continua;… En los 2000 empezaron a proliferar las cámaras fotográficas digitales, lo cual resultó en que tuviéramos mucha competencia, ya que la gente común empezó a sacar fotos de cualquier cosa y en cualquier parte, pero como no era para tanto la cosa, la competencia no amenazaba a nuestro negocio, pero cuando se popularizaron los teléfonos celulares con cámaras incorporadas (sobretodo los “inteligentes”, a principios de la década del 2010), se nos acabó el negocio porque demasiada gente empezó a tener una cámara a mano y a sacar fotos y filmar, y cuando algún hecho grave ocurre, no sólo abundan las personas que sacan fotos, sino además, ¡las que se las regalan a los medios!, por lo cual, ahora puede ser que en algún momento los grandes medios te lleguen a comprar alguna foto tuya si consideran que es mejor que la que sus propios fotógrafos sacaron, pero es algo excepcional, ya que no se puede contar con que ocurra seguido; ya no puedo vivir de la fotografía como sí podía en "mi época”, como dicen los viejos (y es que ya, lo que se dice “joven”, no soy), y esa época seguiría siendo MI ÉPOCA si no fuera por telefonitos de mierda como ese que te acabo de reventar contra el piso;… ¡¡¡¿entendés por qué los odio tanto y por qué NUNCA tendría uno?!!!
   La mina, en total y absoluto silencio, asintió.

jueves, 2 de septiembre de 2021

El acólito de Tacchi (cuento) - Martín Rabezzana


Cuento dedicado a Carlos Tacchi (recaudador incorruptible de la DGI) y a todos los forros de mierda que atienden en negocios, no dan recibos de compra y ni se molestan en saludar a los clientes.


   El tipo, un día de algún año de la década del noventa del siglo 20, le dijo al empleado de la librería:
   -Existe la idea en mucha gente de que la agresividad presente en personas de clase baja, se debe a la falta en ella de educación, por eso sería que entre la gente más formada culturalmente, la agresividad, es menor (entendiendo a la agresividad como la tendencia a insultar, agarrarse a golpes o usar armas); esta idea es de lo más pelotuda ya que existen evidencias de sobra de que en paralelo con el aumento del desarrollo intelectual que se produce con la formación cultural, aumenta la agresividad, de ahí que las catástrofes no naturales tengan SIEMPRE por diseñadoras, a personas altamente intelectualizadas, es decir, a personas pertenecientes a esa casta superior denominada “científica”; esa gente es la que ha llevado la violencia a la mayor escala (bombas atómicas, holocaustos, destrucción del medio ambiente y un largo etcétera) y la que nos llevará al fin de nuestra vida como especie;… como más o menos explicó Sábato en algún ensayo: para poder mandar un misil teledirigido con absoluta precisión a miles de kilómetros de distancia y destruir a poblaciones enteras, las matemáticas son imprescindibles; sin grandes matemáticos que calculen distancias, velocidad, y otras cosas, algo así no podría hacerse, de ahí lo pelotudo de sacralizar a las ciencias como si fueran poseedoras de una positividad absoluta, cuando son en realidad, agentes antibióticos que sólo pueden traernos flagelos de toda clase… en fin;… la cuestión es que yo admito que en paralelo con el aumento del intelecto, disminuye la agresión, pero sólo la menor, o sea, la salvaje: peleas, insultos, etc., pero aumenta la mayor, o sea, la civilizada: guerras, destrucción del medio ambiente, etc., y a ésta última la mayoría no la reconoce como agresión en absoluto, sin embargo, lo es;… la violencia menor se da en la gente de clase baja en mayor medida pero no por falta de formación cultural, sino por el hecho de que las necesidades básicas insatisfechas, generan un resentimiento que se manifiesta en agresión física; de tales necesidades estar satisfechas, dicha agresividad disminuiría en dichas personas aunque no aumentara su formación cultural. De ahí lo lógico del concepto de alguien (no recuerdo de quién), según el cual, el problema mayor no lo generan las clases sociales, sino la pobreza, y la pobreza es en gran medida causada en este país, por la evasión de impuestos.
   Vayamos unos minutos hacia atrás: el tipo había entrado a la librería, el empleado no lo había saludado (ni lo habían saludado tampoco los demás empleados las anteriores veces que había ido ahí a comprar), había comprado varios libros, no le habían dado recibo de compra y entonces había dicho:
   -Cada vez que vengo a comprar, no me decís ni “hola” ni “chau”;… Quiero saber si es por algo personal en mi contra o si sos maleducado con todo el mundo, y antes de que me respondas, te informo lo siguiente: si no me saludás por tener algo en contra de mi persona, te lo dejo pasar, pero si sos maleducado con todo el mundo, no te la dejo pasar NI A PALOS; en tal caso, tengo que castigarte en defensa de la sociedad TODA.
   Vayamos unos minutos más atrás todavía: el tipo le había presentado al empleado de la librería, una credencial falsa de inspector de lo que entonces era la DGI (Dirección General Impositiva), y eso había bastado para aterrorizarlo dado que, como ya dije, tras él pagar su compra, no le había dado recibo; a esos maleducados de mierda que atienden negocios y que a uno no lo saludan y que además, no dan recibos de compra salvo que uno se los exija (sabiéndolos obligatorios cuando la compra supera cierto monto), basta con pedírselos para que empiecen a sudar como si estuvieran en medio del desierto del Sahara a las tres de la tarde, aunque hagan cero grados, ya que saben que su no emisión, habilita la clausura legal de un establecimiento. ¡Pero claro! ¿Quién va a ser el jodido que haga la denuncia de tal hecho? Y de esto sí ocurrir, al inspector que llegue de la entidad recaudadora de impuestos, lo coimean y… ¡problema resuelto!, por lo cual, el tipo sabía que había que vengarse de otro modo por la mala educación de los empleados del negocio y del dueño del mismo que, además de haber contratado a personas maleducadas, les había ordenado no dar recibos.
   El falso inspector, dijo:
   -Si me hubieras saludado, yo habría dejado pasar las irregularidades de este negocio y habría procedido a clausurar al de al lado.
   El empleado decidió no responder a la pregunta sobre si no lo había saludado por tener algo en su contra o por ser él, maleducado con todo el mundo, ya que asumió que contestara lo que contestara, algo malo ocurriría, por lo cual, tras agarrar un sobre con billetes destinado a pagar coimas que tenía ya preparado y dejarlo en el mostrador frente al falso inspector de la DGI, dijo:
   -Lamento todos estos inconvenientes, caballero; le pido disculpas y le pido además que acepte este sobre que lo compensará por todo.
   El falso inspector agarró el sobre y muy tranquilamente procedió a hacerlo pedazos delante de la mirada terriblemente horrorizada del empleado de la librería; después le dijo:
   -Por gente como usted el país está como está.
   Después caminó unos pasos hacia la salida y se detuvo, dio media vuelta y dijo:
   -Mi jefe tiene razón; a los evasores… ¡hay que hacerlos mierda!
   Y como si manipulara una ametralladora invisible, hizo como que tiroteaba el negocio; tras lo cual, agregó:
   -Ya tendrá noticias mías. –Y se fue.
  
   Tras la partida del falso inspector de la librería, el empleado de la misma, muy asustado, comentó todo el episodio con sus compañeros que, sin que les quedara claro quién era realmente la persona que se había presentado como inspector de la DGI, dijeron cosas de tipo: “Debe ser un loco”. “Puede ser que fuera de verdad un inspector, uno de esos incorruptibles”. “Por ahí es las dos cosas”, pero nadie acertó; habría acertado únicamente aquel que hubiera dicho: “Era un justiciero del pueblo”.
 
   En los días siguientes, los empleados del negocio empezaron a saludar a los clientes y a emitir recibos de compra, después, viendo que no pasaba nada, ya no.