sábado, 14 de enero de 2017

Sentir sin tocar (cuento) - Martín Rabezzana

   
   El salir a vagar solo por las calles con la expectativa de que algo bueno ocurra, es generalmente decepcionante ya que ese “algo”, rara vez se presenta, no obstante, como ningún sentir es eterno, la decepción en algún momento se va y las ganas de volver a intentar encontrar algo bueno, regresan.

   La ropa un tanto desalineada contrastaba con la afeitada de publicidad que lucía y el físico (algo, al menos) atlético, lo cual llevaba a algunos a pensar automáticamente en alguien marginal o de clase media descuidado de su estética, pero mientras ella esperaba sentada en una calle peatonal a que su acompañante llegara, no pensó una cosa ni la otra, pero algo pensó de él, ya que al pasar a su lado lo miró con los ojos muy abiertos exponiendo así una clara sorpresa que él interpretaría como causada por la duda respecto a su edad; nada pasó esa vez, pero la semana siguiente él decidió hacer el mismo recorrido a la misma hora (no por verla, pero…) y ella estaba ahí de nuevo; una persona pedía limosna y él le dio un billete, tras lo cual fue agradecido; la chica estaba a metros delante de él; se le acercó y le dijo:
   -Vos me diste un panfleto hace mucho.
   Él sonrió, asintió y se pusieron a hablar mientras caminaban por las calles alejándose de la peatonal en que ella esperaba a alguien; hablaron de cosas elementales un rato y después ella le contó algo muy personal que ameritaba que él hiciera lo propio, por lo que al ella preguntarle:
   -¿Alguna vez te sentiste en serio cerca de alguien? -Él asintió y le contó lo siguiente:
   -Recién nos habíamos conocido, sin embargo ella me contó cosas muy personales, me habló de su hija, de lo de antes de su hija… me confió cosas muy importantes como si hubiéramos sido amigos íntimos o como si hubiera sido vieja, ya que es propio de los viejos el contarle a un recién conocido cosas muy personales, pero ella tenía veintitrés años, y cuando le hice notar lo importante de sus confidencias, no quiso volver a hablarme, tal vez por haberse dado cuenta de que con las mismas le había abierto imprudentemente la puerta de su intimidad a un extraño, o tal vez por sentir que había sido el dolor acumulado durante años lo que la llevó a necesitar compartirlo con alguien buscando así disminuirlo y no el gusto por mí… al pensar en la falta del mismo decidió alejarse… tal vez haya sido por una cosa, por la otra o por ninguna de ellas; sólo puedo suponer ya que no sé qué la llevó a intimar emocionalmente conmigo y poco después a alejarse de mí sin siquiera despedirse;… primero me enojé por su alejamiento pero después aprecié la atención que me dedicó y lo que conmigo compartió entendiendo ya que nada dura para siempre y que muchas de las mejores cosas de la vida, como el sentirse útil y cerca de alguien como me sentí en mis conversaciones con ella, generalmente duran breves momentos y lejos de ser positivo el resentirse por dichos momentos pasar rápido, hay que aprender a reconocerlos para así apreciarlos, por lo que terminé recordándola con aprecio y sintiéndola parte de mí porque lo que ella me dio no se perdió, ya que quedó guardado en mi corazón.
   Ella no entendió del todo y le preguntó:
   -Pero, ¿estuviste con ella en el sentido de...?
   -No. El no habernos siquiera tocado nos permitió acercarnos emocionalmente mucho más que si hubiéramos intimado físicamente… al pensar en ella y al ella coincidir en su pensamiento hacia mí, logramos estar uno dentro del otro sin necesidad de tocarnos… …Se puede tocar sin sentir y también se puede sentir sin tocar.
   Tras algunos segundos de silencio, él le preguntó:
   -¿Vos estuviste así de cerca de alguien alguna vez?
   -…No (tal vez al recordar la conversación acá expuesta, ella considere que la respuesta debió haber sido “sí”).
   Siguieron caminando y se aproximaron al lugar donde ella tenía que seguir esperando, entonces él se dispuso a irse y ella le dijo:
   -¿Ya te vas?
   -Y sí.
  -¿Por qué?
   -Porque allá viene tu novio… Chau.

El discursista (cuento) - Martín Rabezzana

   -¡Siempre buscándole el error, la falta a los demás para después exponerla y sentirte buena persona!... ¿Te das cuenta de qué es lo que te motiva a criticar? La búsqueda del sentir de inocencia, ya que mientras criticás a otros por lo que para vos son defectos, desviás la atención de tus propias faltas, y en pos de sostener en el tiempo ese sentir de inocencia tenés que criticar continuamente, y cuando criticás continuamente te llenás de una energía negativa que daña no sólo a los demás, sino también a tu propia persona… …¿No entendés que dedicarse a buscar defectos ajenos es un defecto en uno mismo? ¿No entendés, que, como reza el dicho: “por criticar los defectos ajenos no disminuyen los tuyos”? ¿No entendés que la crítica es infelicidad y que cada vez que criticás te hacés más infeliz? ¿No entendés que al criticar exponés tu animosidad y debilidad emocional y que en base a eso se puede llegar a saber si sos alguien realizado o fracasado? Es decir, TODO lo que no querés que se sepa de tu vida personal se puede llegar a saber prestando atención a lo que decís de los demás… ¿No entendés que lo que te hace buena persona es lo positivo que hagas por otros y no lo negativo que en otros remarques? ¿No entendés que cada vez que hablás o pensás mal de alguien aumenta tu propio malestar?... …El que se dedica a hablar o a pensar mal de los demás, ¡está mal él, porque si no lo está, no hace eso! ¿Cómo no lo entendés? ¡Si es algo taaaan obvio!
   El individuo al que le era dirigido el discurso permanecía distante y de espaldas al discursista; su fisonomía no podía apreciarse debido a la semipenumbra en que se encontraba; el discursista se le acercó y lo tocó en el hombro para que se diera vuelta, lo cual hizo, pero cuando tuvo al individuo de frente no pudo ver claramente su rostro por la oscuridad.
   El discursista le preguntó:
   -¿Me entendiste?
   El individuo asintió con la cabeza, entonces se hizo la luz que lo iluminó, pero la misma era tan brillante que deslumbraba, por lo que su rostro tenía un brillo encandilante que impedía que el discursista lo reconociera, pero poco a poco fue disminuyendo hasta que lo pudo reconocer, entonces se sorprendió, se despertó y dijo:
   -Era yo.