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martes, 10 de julio de 2018

Flores blancas del adiós (cuento) - Martín Rabezzana


    Era un día agradable de septiembre del año 1957, más precisamente el 21 (primer día del año de primavera); la mujer de poco menos de treinta años bajó de su auto en los alrededores de una estación de trenes situada en el barrio de Olivos; estaba vestida de forma sencilla pero elegante y por su expresión distendida, hasta parecía alegre; nadie al verla habría sospechado que su sentir habitual lejos estaba de ser positivo ya que, por el contrario, era insoportablemente negativo, pero ese día, aunque muchos lo descrean, la paz absoluta la envolvía.
   Mientras caminaba tranquilamente rumbo a la estación, divisó un puesto de venta de flores ante el cual se detuvo para sentir mejor el aroma de las mismas; el adolescente encargado del negocio le dijo:
   -¿Quiere llevarse algunas, señora?
   Ella asintió en silencio, después dijo:
   -Necesito flores para despedir a alguien.
   El vendedor dijo:
   -Las rosas blancas son muy usadas para las despedidas.
   -Llevo una docena de rosas blancas, entonces.
   -Muy bien.
   El muchacho le envolvió las flores, se las entregó y al ella pagarle, rozó la mano del vendedor, y como el billete con el que había pagado era superior en valor al costo de la compra, la mujer dijo:
   -Quedate con el vuelto, y feliz primavera.
    Y mientras decía esto último ella le sonrió de un modo tan profundo, agradable y honesto, que el joven no pudo sostenerle la mirada, por lo que la dirigió al piso mientras le dijo:
   -Muchas gracias señora, y feliz primavera para usted también. Buen día.
   -¡Buen día! -respondió ella muy animadamente mientras reanudaba su marcha hacia la estación.
   El vendedor de flores la miró mientras se alejaba y en voz baja dijo:
   -¡Qué linda!

   Tras una media hora el empleado del puesto de flores vio a una ambulancia pasar camino a la estación, después vio a varias personas hacia allí dirigirse apresuradamente entre las que había algunos policías; era obvio que algo había pasado, pero, ¿qué?... En eso apareció un pibe lustrabotas que parecía volver de la estación, entonces el vendedor de flores le preguntó:
   -¿Venís de la estación?
   -Sí.
   -¿Qué pasó?
   -Una señora se mató tirándose bajo el tren.
   El joven vendedor se sintió conmocionado y con mucho temor preguntó:
   -¿Cómo era esa señora?
   -No sé, no la vi. El lugar estaba lleno de gente y no pude ver mucho, solamente llegué a ver las flores blancas que dicen que llevaba, desparramadas por el suelo. ¡Ah! Y parece que era actriz de cine porque eso comentaban algunas personas que la habían visto.
   El vendedor de flores tenía los ojos vidriosos y con mucho esfuerzo logró contener las lágrimas; el lustrabotas notó su malestar y se sintió incómodo, por lo que decidió seguir su camino; se despidió:
   -Chau.
   Por el estado de shock en que se encontraba, el vendedor de flores no pudo responder el saludo.
   Se mantuvo un largo rato en silencio y apesadumbrado rememorando una y otra vez el paso de la mujer por su vida.
   Tras algunos minutos sacó de su bolsillo el billete con el que la actriz le había pagado las flores y supo que nunca podría gastarlo; lo guardaría para siempre ya que el mismo tenía para él un valor emocional infinitamente superior al material por implicar su simple contemplación, una vuelta imaginaria al momento en que tuvo contacto con ella, un contacto que no por haber sido ínfimo y breve había dejado de quedar grabado de forma indeleble en la memoria de su cuerpo físico y espiritual.



(Cuento inspirado por el caso de la actriz Norma Giménez -1930/1957- y dedicado respetuosamente a ella).