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martes, 14 de septiembre de 2021

Espíritu libre. Espíritu encadenador (cuento) - Martín Rabezzana


   Siempre me preguntan si era buena o mala, como si una cosa fuera excluyente de la otra, y su caso demuestra que no lo es, ya que conmigo fue muy buena, y con otros… muy mala; y es que todos estamos llenos de tendencias polivalentes y contradictorias que coexisten en permanente conflicto; no hay nadie que a esto escape, de ahí que la coherencia, como cualidad pretendidamente constitutiva de algunas personas, sea solamente una abstracción; lo real, lo auténtico, lo verdadero, es la discordancia, la contradicción, la incoherencia… lo que pasa es que en algunas personas la incoherencia se nota más que en otras, y en quienes se nota menos, se debe en general a que saben disimularla mejor que los demás. No obstante, no significa esto que la incoherencia se dé en el mismo grado en todas las personas, por lo cual, aceptando que la incoherencia es inalienable de la condición humana, podemos concluir que hay gente más y menos incoherente, y a quien lo es menos, se lo suele elogiosamente llamar “coherente”, cuando en realidad, en base a mi experiencia puedo afirmar que las personas más cercanas a la coherencia son las más jodidas de todas; como prueba de esto les hago la siguiente pregunta retórica: ¿qué es la incapacidad de admitir un error, de pedir perdón y de perdonar, sino: coherencia?... En fin… la cuestión es que, con incoherencias muy marcadas de su parte en lo que hacía a su conducta, lo intransigente en ella por mí (y en mí por ella), fue siempre el amor; ese mismo amor que, tras varios años de estar separados, la llevó a volver una tarde de algún año de la década del '40, al bar de mala muerte al que yo siempre asistía, y muchas veces con ella, pero claro… cuando su estatus era muy distinto al que entonces era, ya que ella ascendió, escaló, o dicho de modo vulgar y elocuente: trepó, y llegó tan alto que, al volver al viejo bar, deslumbró a todos como si fuera una estrella que hubiera bajado y se hubiera mezclado con nosotros, mas no obstante el deslumbramiento y el deseo generalizado de admirarla y hablarle, la concurrencia del bar, muy respetuosamente entendió que ella estaba ahí para verme a mí, por lo cual no hizo falta que el par de tipos fornidos que la acompañaba, interviniera para abrirle paso y pudiera llegar hasta la mesa alejada y desolada a la que yo me sentaba, ya que tras efusivos saludos, todos espontáneamente la dejaron pasar y le concedieron la privacidad que necesitaba para hablar conmigo.
   Ella llevaba ropa muy fina, lo cual contrastaba totalmente con la vestimenta que en tiempos pasados usaba; también la seguridad en su andar, sus gestos y palabras, contrastaba con la fragilidad que otrora en todo eso evidenciara de modo casi continuo, sin embargo… algo en su mirada y en su voz, me hacía sentir que la cálida esencia constitutiva de su persona, seguía intacta y que no se encontraba muy lejos de esa superficie fría y artificiosa.
   Yo me mantuve en silencio y en mi lugar desde que la vi entrar y hasta que llegó a mi mesa; ni siquiera le respondí con palabras cuando, con enorme timidez, me pidió permiso para sentarse frente a mí; tan solo me limité a asentir con un gesto.
   Yo estaba todavía herido; no puedo decir que estuviera “malherido”, ya que las heridas más graves que ella me había dejado, ya habían (casi todas) cicatrizado, por eso mi instinto de conservación me hacía presumir un grave peligro ante su presencia, dado que ella tenía el poder de reabrirlas todas con un solo gesto, una sola palabra o un solo silencio, pero ninguna intención hiriente tenía hacia mí, de hecho, jamás la tuvo ni tampoco yo hacia ella; el daño en nosotros recíprocamente infligido, había sido sencillamente el que, de modo inevitable, se da tarde o temprano cuando se juega con fuego, y ambos habíamos jugado con fuego y nos habíamos quemado; habíamos jugado con el filo cortante de una pasión amorosa y nos habíamos cortado; habíamos caminado por el borde de un precipicio y nos habíamos caído; después nos separamos y cada uno aprendió a vivir lejos del otro, pero no por eso aprendimos a dejar de querernos, ya que hasta podría decirse que la lejanía nos enseñó a querernos aún más, y por supuesto… esto se dio muy a pesar de nuestra voluntad, ya que al ambos decidir transitar caminos distintos, habríamos deseado que el amor por el otro, en nosotros se apagara en pos de que la separación dejara de doler, pero eso nunca ocurrió.
   Ella me miró con los ojos llenos de dulzura y me dijo:
   -¿Necesitás algo?
   Yo le sonreí tristemente y solamente le dije:
   -No.
   Pero le mentí, porque yo necesitaba que se sublevara contra lo que ella sentía que era su destino y pudiéramos así, ser finalmente compatibles e indivisibles para siempre, pero no consideré siquiera sugerírselo porque cosa tal habría implicado pedirle que dejara de ser quien era, y a una ella que no fuera ella, yo no habría podido amarla con tanta intensidad.
   Yo era alguien que defendía a su “yo” del “yo” que las instituciones le querían imponer, y ella, por el contrario, quería ser (literalmente) las instituciones impositoras de un “yo” homogéneo, dócil y pasivo, y esas voluntades contrapuestas, una vez mezcladas, habían creado un sentir incendiario en ambos, que resultaba en que la unión material entre nosotros, estuviera destinada a durar poco tiempo.
   Ella dijo:
   -Alguien me dijo lo siguiente refiriéndose a dos personas: “Él era un espíritu libre y ella, un espíritu encadenador, que es siempre un espíritu previamente encadenado”;… no lo dijo de nosotros, pero sentí como si nos hubiera descrito perfectamente.
   Después me tomó de una mano y pude sentir entre nosotros una unión mayor que la que podría haber sentido si se hubiera tratado de una conjunción pija-concha, lo cual me resultaba desgarrador, al punto que, si bien por un lado la quería, por otro, la rechazaba; la parte que de mí rechazaba a dicha unión, me llevó a soltarme de su mano, pero por breves instantes, ya que tras los mismos, la parte que de mí la anhelaba, prevaleció, entonces acerqué mi silla a la de ella y sentado a su lado, la abracé, me abrazó y nos abrazamos; entonces le dije:
   -Volvió la encadenadora con sus cadenas –y susurrando, agregué: -pero ya no quiere estar encadenada ni encadenar a nadie; volvió para cerrar heridas, liberarnos y despedirse.
   Ella nada dijo por entender que todo estaba dicho y que sólo restaba apreciar al máximo ese momento que se extendería por algunos minutos, tras los cuales, se levantó y se fue de mi vida como se iría no mucho tiempo después, de la vida misma.

   La despedida terminó de sanar en nosotros las heridas que quedaban por cerrar que ambos nos habíamos infligido.