Como enseña
Michel Foucault, allá por el siglo dieciocho los castigos y ejecuciones públicos
de prisioneros empezaron a ser considerados por las autoridades como
contraproducentes ya que si bien su objetivo, que era el de intimidar a
aquellos que pretendieran desacatar a las leyes, en gran medida se cumplía, en
muchas personas se daba una indignación ante tales actos de crueldad que
resultaba en un resentimiento hacia el gobierno potencialmente causante de
rebeliones populares, por eso los mismos empezaron a ser trasladados a lugares
privados; fue así que las torturas y las ejecuciones se empezaron a infligir
lejos de la vista de las masas, y en lo referente particularmente a las
torturas, las mismas no sólo dejaron de realizarse públicamente, sino que
eventualmente hasta pasaron a ser camufladas para que parecieran ser otra cosa;
para no dar más que un ejemplo: en el siglo veinte la picana eléctrica pasó a
llamarse "terapia electroconvulsiva" (electroshock) y a considerarse "tratamiento médico"; tal supuesta terapia médica es empleada legalmente en la
actualidad en todo el mundo así como otros medios represivos que,
increíblemente, la mayoría de la gente no reconoce como tales.
No obstante lo dicho,
el traslado de lo público a lo privado en lo que a tormentos y ejecuciones de
personas se refiere, tardó siglos en ser llevado totalmente a la práctica, por
lo que a principios del siglo diecinueve, que es el tiempo en que la historia que
sigue se desarrolla, las ejecuciones eran todavía espectáculos públicos en la
mayor parte del mundo incluyendo a la Argentina, y las mismas no escaseaban, ya
que más allá de las exageraciones de los historiadores antirrosistas respecto a
lo tiránico del gobierno de Juan Manuel de Rosas, está claro que el "restaurador" no vacilaba en hacer fusilar a quienes consideraba enemigos
políticos.
En el contexto
social referido se dio una relación sentimental entre una adolescente de clase
alta llamada Lucía, cuyo padre era funcionario del gobierno de Rosas, y un
joven de pasar económico medio, que, para la consideración de alguien de la
alta sociedad, era apenas poco más que un pordiosero por cuya condición no
debía mezclarse con su familia; así fue sentido y expresado por el padre de la
chica conjuntamente a una prohibición absoluta a Lucía de seguir viéndolo, por
lo cual ella protestó pero manifestó acato a la orden arbitraria de su padre, pero
lo hizo falsamente ya que al escuchar la prohibición, rápidamente empezó a
pensar en encontrarse con su amante en secreto, y así lo hizo durante semanas;
mientras tanto su padre había decidido que su hija debía relacionarse con
alguien de su mismo estatus social, por lo cual la obligó a verse con un joven
burgués que de ella rápidamente se enamoró; Lucía consideraba que el joven era
muy amable y simpático, pero le dijo claramente que no podría enamorarse de él
porque ya estaba enamorada de otra persona; el joven lo entendió pero le
suplicó que le diera la oportunidad de darse a conocer ya que tal vez ella
cambiaría de idea respecto a quién era realmente el amor de su vida, y por
compasión a él y respeto a su trato cortés, ella aceptó seguir viéndolo por un
tiempo pero le pidió que aceptara dejar de verla para siempre si tras algunas
salidas más, de él no se enamoraba, lo cual el joven aceptó.
Durante las
semanas posteriores los jóvenes se vieron sin que él lograra enamorar a Lucía,
por lo cual, con enorme dolor, el joven decidió cumplir su promesa de alejarse
de ella.
Pasaron las semanas
y el joven burgués decidió hacer un último intento de conquistarla sin
incumplir la promesa que le había hecho de no verla, de ella no enamorarse de
él, por lo cual le compró un anillo de compromiso y lo puso dentro de un sobre
junto a una carta de amor en la que le pedía matrimonio. Además compró jazmines
blancos y a través de una criada de la familia de Lucía, se los hizo llegar,
pero esa misma noche la criada se apersonó hasta la casa del joven y le
devolvió su carta por pedido de Lucía; estaba cerrada ya que al a ella serle
dicho que procedía de él, había decidido ni siquiera abrirla.
Tras este hecho
el joven burgués pasó noches y días espantosos, sumido en una enorme tristeza
que intentaba ahogar en alcohol.
Tras varios días
salió a despejarse y se dirigió a la Plaza de la Victoria (lugar aproximado donde
actualmente está la Plaza de Mayo); en la misma había una multitud reunida para
presenciar una ejecución; a lo lejos vio a Lucía que se acercaba a un
mazorquero y le entregaba un envoltorio que él no reconoció; ella le dijo algo
al guardia perteneciente a la "mazorca" que, por la distancia que los separaba
y el ruido de la muchedumbre, no pudo escuchar qué fue; algunos segundos después,
Lucía se fue casi corriendo de la plaza mientras derramaba lágrimas, entonces
apareció un hombre escoltado por varios mazorqueros que lo llevaban hasta el
lugar donde su ejecución se realizaría; el joven burgués pensó en irse ya que
no quería presenciar ninguna ejecución, pero cuando se disponía a hacerlo, vio
que el mazorquero que de Lucía había recibido el envoltorio, se acercaba al
condenado y se lo entregaba mientras algo le decía, entonces él se aferró al
mismo con todas sus fuerzas, le fueron vendados los ojos y lo que siguió fue
uno de esos momentos brevísimos y trágicos que en la memoria emocional de
quienes los viven, duran una eternidad.
Si bien el joven
burgués había apartado la vista del condenado poco antes de que contra él se
abriera fuego, la curiosidad por saber qué contenía el envoltorio que en el
momento de la ejecución tenía entre sus manos, lo venció, por lo que dirigió su
vista al caído y reconoció en el piso a los jazmines blanquísimos que a Lucía
le había enviado días atrás; paralelamente reconoció al muerto como el
verdadero amor de la chica a la que había querido (y no había conseguido) para
sí.
El padre de
Lucía se había enterado de que ella se seguía viendo en secreto con el joven
proletario, incumpliendo así con la orden de no verlo más que él le había dado,
por lo cual, en pos de alejarlo para siempre de su hija, lo acusó en falso de
ser colaborador de los "salvajes unitarios"; en ese período nada más se
requería para que se aprobara un fusilamiento "federal"; del mismo nada le dijo
a su hija, pero las criadas se enteraron y se lo contaron, fue así que Lucía se
había escapado de su casa y se había apersonado en el lugar de la ejecución de
su novio en el cual, a modo de despedida, le hizo llegar los jazmines blancos.
Mientras miraba
al ejecutado, el joven burgués sintió celos y odio, poco después sintió culpa
por haber sentido esas cosas y lo que entonces sintió fue pena por el muerto; después
dejó también de sentir eso ya que otro sentimiento empezó a embargarlo: la
envidia.
Envidió al muerto
con toda su alma ya que habría querido ser él ese joven asesinado por haber
cometido el "pecado" de enamorarse correspondidamente de Lucía.
Tras haber sido
retirado el cadáver del joven proletario de la plaza y casi todas las personas
haberse ya ido, el joven burgués seguía contemplando fijamente a las flores
caídas teñidas de sangre en las que veía materializados por igual, tanto al
amor como al desamor.
(Cuento basado en la canción escrita por Héctor Blomberg
y Enrique Maciel: "Los jazmines de San Ignacio", inmortalizada por Ignacio
Corsini).