viernes, 5 de mayo de 2017

El linyera tenía razón (cuento) - Martín Rabezzana

   
   Hasta los años sesenta, en temporada de verano eran muchos los colectivos que transportaban gente desde lo que hoy llamamos Ciudad Autónoma de Buenos Aires hacia el sur del Gran Buenos Aires durante los fines de semana; el objetivo era bañarse en el Río de la Plata cuyas costas habían visto desembarcar a los ingleses en el siglo diecinueve en sus infructuosos intentos de conquistar el país; en el siglo veinte dichas costas eran balnearios en que el microturismo interno abundaba y abundaban en los mismos, los bares, restaurantes y los vendedores ambulantes de refrigerios así como los espectáculos musicales, teatrales y cinematográficos, ya que hasta pantallas de cine se desplegaban en el balneario; hoy en día cuando los ancianos le cuentan todo esto a las nuevas generaciones, la pregunta general suele ser: "¿en serio?", y el descreimiento es comprensible dado que la contaminación del río hizo que después de los sesenta no fuera más apto para bañarse, lo cual resultó en que el turismo decreciera en más del noventa por ciento decreciendo paralelamente la economía de un lugar hasta entonces, próspero; la clase media alta que componía la zona del río se desplazó un par de kilómetros río afuera, de ahí que la parte alta camino al mismo sea pudiente y la zona ribereña sea marginal, lo cual crea un contraste infaltable en todo buen lugar, aunque la necedad a algunos les impida reconocerlo.

   Una tarde de la primera década del siglo veintiuno me los encontré durante una de mis largas caminatas; yo iba por la zona pudiente de la ciudad previa a la bajada en dirección al río; eran dos chicas y dos chicos de unos veinti algo; estaban vestidos con ropa algo anticuada y miraban sorprendidos a los autos y las casas a su alrededor; uno de ellos me preguntó:
   -Disculpame flaco, ¿no sabés dónde está la parada del colectivo que va para capital? No te digo un colectivo común, el de los turistas.
   Me sorprendí y le respondí:
   -No -y una de las chicas me dijo:
   -Lo que pasa es que en el río nos alejamos del grupo y parece que el colectivo en que vinimos se fue sin nosotros.
    La otra chica dijo:
   -Tendremos que volver a capital en tranvía.
   Por algún motivo no lo tomé en chiste, por lo que quise explicarles:
   -Las vías, como pueden ver, todavía están, pero el tranvía… -entonces me detuve; inmediatamente recordé que en los años noventa un linyera se me acercó mientras esperaba el tren y me dijo que en la zona alta de la ciudad, camino al río, cada tres años se abre un portal de tiempo que puede ser traspasado por aquellos cuyo sentir es el de estar en una época equivocada; yo asentí de forma condescendiente por compadecerme de lo que asumí que era un desvarío alcohólico, pero al ver a esos jóvenes sentí que lo que me había dicho podría ser cierto; proseguí diciéndoles lo siguiente:
   -El tranvía en cualquier momento pasa, así que, espérenlo acá. ¿Necesitan monedas?
   -No, gracias, tenemos -me dijo sonriendo una de las chicas. Después, ella y los demás se despidieron.
   -Chau.
   -Chau -les respondí y me fui.

   Al llegar a la esquina me escondí tras un árbol y los espié; se habían sentado en el cordón de la vereda y esperaban; tras unos cinco minutos el tranvía apareció de la nada y subieron; yo, que ya no dudaba de que fueran viajeros del tiempo, corrí hacia el tranvía con la intención de subirme y emigrar de esta época; no estaba lejos y creí poder alcanzarlo, pero esta vez, no sé por qué, sentí a las piernas pesadas como ocurre en los sueños al intentar escapar de algo (aunque esto no fuera un sueño), por lo que por más que corrí, no alcancé al tranvía que se fue sin mí;… …Maldije a mi suerte varias veces, después me calmé, me acuclillé para recuperar fuerzas y dije a media voz:
   -¡En tres años vuelvo!